Jim Carrey juega a equilibrar histrionismo y humanidad para dar vida a un personaje tan sorprendente como verídico. Una propuesta interesante, absurdamente polémica en Estados Unidos, donde no se ha estrenado en salas.
Policía, abogado, director financiero… estafador. Steven Russell (Jim Carrey) da con sus huesos en la cárcel, algo que, con su peculiar estilo de vida, es inevitable. Allí conocerá a Phillip Morris (Ewan McGregor), de quien se enamorará perdidamente y de quien jamás se separará. Más o menos. De una de esas existencias que merecen ser contadas nace “Phillip Morris, ¡te quiero!”, propuesta tragicómica basada en unos hechos tan sorprendentes como inequívocamente humanos novelados por Steve McVicker y transformados en guión cinematográfico por los también directores John Requa y Glenn Ficarra. Un debut prometedor tras las cámaras, por la suma de los elementos de la historia que manejan y por sus méritos artísticos como cineastas, pero que deja un poso amargo por las insinuaciones no materializadas de lo que pudo haber sido una película mayúscula.
Quizá por la propia extravagancia de la figura central, que exige unas ciertas licencias en el planteamiento narrativo y tonal del film, el mayor acierto de la dupla de realizadores sea empastar de un cierto halo de capricho el desarrollo completo de la película, que baila con sorprendente y concisa regularidad entre la gravedad dramática y los espasmos de hilaridad irrefrenable, amiga del absurdo en no pocas ocasiones. Para dibujar una mueca así en el espectador, que se mantendrá en un estado de constante expectación a lo largo de prácticamente todo el metraje, nadie mejor que Jim Carrey ─intérprete que nunca ha gozado de excesivos favores en nuestro circuito comercial─, que sitúa a su Steven Russell entre los recitales histriónico/profundos de “Man on the moon” y los desmanes faciales de “Mentiroso compulsivo”.
El protagonista cala a su personaje en su profundidad, en su lúbrica liviandad, en su (inicial) frustración homosexual, en su descarada falsedad laboral y familiar, en su irrechazable carisma indomable… en su extraordinaria complejidad humana, arriesgada en un dibujo fácilmente rechazable por algunos ─ni siquiera ha sido estrenada en salas en Estados Unidos, así están las cosas a día de hoy en el país de la libertad en lo tocante a la sexualidad más o menos explícita─ pero que no bosqueja sino la búsqueda del amor final y definitivo, objetivo tan loable como reprobable en el camino elegido para conseguirlo. Ewan McGregor, a quien vamos recuperando poco a poco, vuelve a demostrar que la sutileza bien entendida genera veracidad, emoción y honestidad, como perfecto anhelo inocente y angelical. Juntos, y a un tiempo separados, ambos pasarán por una aventura vital envuelta en una buena fotografía de Xavier Pérez Grobet y adornada por una banda sonora divertida y reconocible; pero el conjunto no toca al palco tanto como gustaría, precisamente por una difícil modulación estructural que impide méritos más notables. Con todo, un recomendable ejercicio de catarsis dentro de la catarsis.
Calificación: 6/10
Policía, abogado, director financiero… estafador. Steven Russell (Jim Carrey) da con sus huesos en la cárcel, algo que, con su peculiar estilo de vida, es inevitable. Allí conocerá a Phillip Morris (Ewan McGregor), de quien se enamorará perdidamente y de quien jamás se separará. Más o menos. De una de esas existencias que merecen ser contadas nace “Phillip Morris, ¡te quiero!”, propuesta tragicómica basada en unos hechos tan sorprendentes como inequívocamente humanos novelados por Steve McVicker y transformados en guión cinematográfico por los también directores John Requa y Glenn Ficarra. Un debut prometedor tras las cámaras, por la suma de los elementos de la historia que manejan y por sus méritos artísticos como cineastas, pero que deja un poso amargo por las insinuaciones no materializadas de lo que pudo haber sido una película mayúscula.
Quizá por la propia extravagancia de la figura central, que exige unas ciertas licencias en el planteamiento narrativo y tonal del film, el mayor acierto de la dupla de realizadores sea empastar de un cierto halo de capricho el desarrollo completo de la película, que baila con sorprendente y concisa regularidad entre la gravedad dramática y los espasmos de hilaridad irrefrenable, amiga del absurdo en no pocas ocasiones. Para dibujar una mueca así en el espectador, que se mantendrá en un estado de constante expectación a lo largo de prácticamente todo el metraje, nadie mejor que Jim Carrey ─intérprete que nunca ha gozado de excesivos favores en nuestro circuito comercial─, que sitúa a su Steven Russell entre los recitales histriónico/profundos de “Man on the moon” y los desmanes faciales de “Mentiroso compulsivo”.
El protagonista cala a su personaje en su profundidad, en su lúbrica liviandad, en su (inicial) frustración homosexual, en su descarada falsedad laboral y familiar, en su irrechazable carisma indomable… en su extraordinaria complejidad humana, arriesgada en un dibujo fácilmente rechazable por algunos ─ni siquiera ha sido estrenada en salas en Estados Unidos, así están las cosas a día de hoy en el país de la libertad en lo tocante a la sexualidad más o menos explícita─ pero que no bosqueja sino la búsqueda del amor final y definitivo, objetivo tan loable como reprobable en el camino elegido para conseguirlo. Ewan McGregor, a quien vamos recuperando poco a poco, vuelve a demostrar que la sutileza bien entendida genera veracidad, emoción y honestidad, como perfecto anhelo inocente y angelical. Juntos, y a un tiempo separados, ambos pasarán por una aventura vital envuelta en una buena fotografía de Xavier Pérez Grobet y adornada por una banda sonora divertida y reconocible; pero el conjunto no toca al palco tanto como gustaría, precisamente por una difícil modulación estructural que impide méritos más notables. Con todo, un recomendable ejercicio de catarsis dentro de la catarsis.
Calificación: 6/10
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